El 29 de enero de 1926, María Elena Costa regresaba en tren del norte argentino hacia Buenos Aires cuando las contracciones la sorprendieron a mitad de camino. Bajó en Urdinarrain, un pequeño pueblo al sur de Entre Ríos, y allí nació Roberto Emilio Goyeneche. Lo recibió en una sala de hospital regional la joven enfermera Santiaga Bondioni de Boerque: “Era un bebé pelirrojo y con muchas pecas”, repetía al recordar a quien se convertiría en una leyenda del tango.
A los pocos días, Robertito llegó con su madre a su casa, en el barrio de Saavedra. Desde ese rincón porteño que tanto amó, vivió una vida de barrio, fútbol y tango. Fue hincha incondicional de Platense y desde chico se enamoró de la música, del tango. Mientras aprendía los oficios de mecánico, taxista y chofer de la línea 219, su verdadera pasión iba gestándose, despacio, como se cocinan los sentimientos profundos.
En 1944, cuando tenía 18 años, ganó el concurso de nuevas voces: su voz ya había dejado una marca. Mientras cantaba con la orquesta de Kaplún por las noches, pasaba las tardes manejando colectivos desde Plaza Miserere hasta Carapachay.
En 1956 llegó la consagración definitiva junto a Aníbal Troilo: la química entre ellos fue instantánea, tanto arriba como abajo del escenario. “Pichuco” no solo fue su maestro musical, también fue su amigo entrañable. Juntos grabaron veintiséis canciones que hoy son patrimonio sentimental de Buenos Aires. Cuando Troilo lo alentó a seguir como solista, el Polaco emprendió un camino en solitario que lo convirtió en el cantor de todos.
Su voz, única. Su fraseo, inconfundible. Era capaz de estirar una palabra, acariciarla, arrastrarla con una precisión quirúrgica. Cada tango en su boca se volvía una historia. No solo lo cantaba: lo actuaba. Pintaba escenas. Generaba escenas mentales con el poder de su voz…
Por eso fue el elegido de tantos. Cantó junto a Astor Piazzolla en la inolvidable Balada para un loco, de 1969, y más adelante, en 1982, volvió a unirse al bandoneonista para un disco en vivo con su quinteto en el Teatro Regina. También compartió proyectos con Atilio Stampone, Raúl Garello, Armando Pontier y Osvaldo Berlingieri, entre muchos otros.
Pero no fue solo cantor para los amantes clásicos del tango. Su figura pudo romper fronteras generacionales. En los años 80, su espíritu callejero y profundo enamoró a los músicos del rock nacional, que lo adoptaron como un faro. Esa conexión se selló definitivamente cuando Fernando “Pino” Solanas lo convocó para Sur (1988), la película que lo convirtió en un símbolo vivo del Buenos Aires que dolía y resistía.
Allí compartió una escena con un joven Fito Páez, con quien nació una relación entrañable. “Si hubo, hay y habrá un artista de Buenos Aires, ese es mi Polaco. Roberto Goyeneche. Cantor de todos los barrios porteños. Amante de la luna y la noche. Eximio delirante de mi corazón. Te amo tanto, tanto, tanto… Que tus luces nos sigan iluminando bajo este sol. Te sigo extrañando”, lo recordó Páez un año atrás y compartió fotos inéditas para el publico. Entrañables para él.
Esa película de Solanas fue un viaje sin retorno para Adriana Varela, la fonoaudióloga que cantaba cada tanto y que más tarde se convirtió en la ahijada musical de Goyeneche. “A partir de Sur, en la que veo al Polaco, descubro el tango. Él es el vehículo por el cual me llega”, le confió la cantora, hace unos años, a Infobae. “Nunca había comprendido el tango ni a sus poetas… Escucharlo fue una revelación. Me estaba contando cómo era Buenos Aires”.



